
Hace tiempo que tengo ganas de una buena tormenta.
De esas que aparecen de repente. Sin previo aviso.
De esas que solo minutos antes se predicen, cuando ya las tienes encima.
Demasiado calor en la calle, cielo negro, cubierto, y un gran olor a ozono.
Cuando era pequeña, temeraria de mi, me sentaba en el banco del porche de mi casa a verlas, a disfrutarlas. Las tormentas de verano, claro. Las que se pueden disfrutar desde la calle. Aquí en el norte, intentar hacerlo en invierno sería un suicidio.
Que el rayo te ilumine la cara y entonces rápidamente empieces a contar los segundos hasta oír el estruendo del trueno, para saber como de cerca está la tormenta.
Que apenas cuentes dos segundos y del ruido se te pongan los pelos de punta.
Sentir el viento en tu cara, te revuelve el pelo que por supuesto llevas suelto porque te gusta sentir el poder de la naturaleza sobre ti. Fuerte, poderosa.
Que empiece a llover, gotas grandes y fuertes chocando contra el suelo, contra tu piel. En cuestión de segundos estás empapada, pero te da igual. La sensación de adrenalina y euforia es demasiado fuerte como para que te importe.
¿Quien tiene miedo a la tormenta?
Tú no.
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